domingo, 30 de noviembre de 2008

Los bandidos de río frío / Manuel Payno

Capítulo XVIII (fragmento)



[...] Evaristo, envuelto en su jorongo, con el sombrero machucado, sin la toquilla, las patillas greñudas y en la cara verdugones sanguíneos, entró vacilando; con algún trabajo pasó el umbral, y sombrío, temible, temible, sin hablar una palabra, se dejó caer en un sillón de terciopelo carmesí que olía a incienso y a iglesia y que le había dado a componer el abad de Guadalupe. Juan se refugió en un rincón y Tules se quedó como estatua delante del brasero. La manteca se quemó e hizo una llamarada; el líquido rebasó la cazuela y apagó la lumbre. La cena, preparada con tanto trabajo, estaba perdida; nueva congoja de Tules. ¿Qué daría a su marido si la pedía? Pero no hubo necesidad. Evaristo, vuelto de esa especie de insomnio producido por el alcoholismo, recobró al parecer un vigor extraño. Tiró el jorongo y el sombrero, se limpió la cara con las manos y se compuso las patillas.
Evaristo venía humillado de su derrota, pero rabioso, no sabiendo con quién sacar su venganza

Payno, Manuel. Los Bandidos de Río Frío. México: Sepan Cuantos, Editorial Porrúa. 1995, p. 93.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

buena información feelicidades

Anónimo dijo...

que asco